Algún amigo dijo una vez: “Nena eres un imán de ex”, hasta ahora no me había detenido a pensar en ello, y creo que es algo más común de lo que pensaba: cuando ya estaban refundidos en baúl de los recuerdos (malos y muy malos), enterrados en el pasado, a kilómetros luz lejos de nuestras vidas. ¡Zaz¡ ahí están , con mails, con llamadas por la madrugada o con un espía cerca (amigo en común que siempre sabe donde puedes encontrarlo). Debe ser algo en la naturaleza de los hombres que de un día al otro deciden que dejaron “pendientes” en la relación y deben volver a terminarlos.
Ahora, es cuando eso pasa que para una las cosas se ponen peores. Tu confusión sentimental se eleva en un millón, tus complicaciones existenciales suceden con mayor frecuencia, tus tardes de llanto sin explicación se multiplican. Pero ahí estás, esperando el día en que volverás a verlo, aunque claro insistes en que ese tipo ¡ya fue!.
Días antes del gran suceso decides que es el momento oportuno de venganza y empiezas a planear maquiavélicamente cada paso, cada movimiento. La gran estocada debe ser mortal¡, te hirió y ahora debe pagar¡.
Te pasas horas en la peluquería, te pruebas una y otra vez esos vestiditos reservados solo para ocasiones especiales, te has puesto el tacón de aguja que casi nunca usas y has desbaratado tu habitación como la primera cita con él.
Sales de casa sonriendo de oreja a oreja, tu madre cree que hoy es el cumpleaños de una buena amiga del colegio, te arregla, te da los último toques y te desea suerte, ¡sí que la vas a necesitar¡. En tu cabeza suena el sound track de la pelea final, por tu mente pasan una tras otra las imágenes del pasado, todo el dolor y la tristeza la vuelves a sentir en ese instante. Tienes miedo, tienes mucho miedo, pero ya no hay vuelta atrás y solo toca seguir.
Llegas al lugar como una diva. Te ubicas en el lugar más iluminado, bebes un sorbo de tu copa y repites lo que le dijiste a tus amigas: “¡ese pata ya fue!”. Entonces lo vez, tu visión empieza a fallar, la respiración se dificulta, tus manos tiemblan, empiezas a sentir calor, mucho calor, bebes otro sorbo de tu copa, y otro, y otro. Por unos instantes te haces a la loca, no lo viste cuando llegó. Aprovechas esos instantes en coquetear con algún tipo para que te saque a bailar o jalas a alguien del ruedo, le prohíbes preguntar: ¡tú baila nomás¡.
En el fondo sabes que terminará acercándose pero ya no puedes más, finges una visita al baño, ¡oh sorpresa¡, él está muy cerca de ahí. Se acerca sonriente y nerviosa le sueltas la única frase que practicaste en el taxi: ¿cómo estás?; el sonríe, todo pasa muy rápido, no has oido nada de lo que ha dicho.
Has bailado toda la noche, más de lo que jamás en tu vida imaginaste, sabes que ha estado mirando y no has hecho nada por alejar a los tipos que te preguntan tu nombre al oído. Te imaginas lo mal que la debe estar pasando; sonríes, disfrutas, continuas.
Se acerca, sabes que te dirá -¿sabes que le dirás?- . Te mira, te sonríe, te abraza y dice que no te ha olvidado; te desmoronas -lo sientes- pero finges muy bien, le repites que ya fue, que se acabó. No te cree, se nota en su mirada.
Te vuelve abrazar, te mira, te besa, estás rendida otra vez. Casi sin darte cuenta, has cogido tu bolso, te has puesto el abrigo, has salido del lugar y ahora caminas tomada de su mano hacia algún sitio. ¿Por qué la alerta de los malos recuerdos no funciona en esos momentos?.
¿Y la venganza?, quien sabe donde quedó todo eso, quizás en aquel lugar, en aquellas personas que me hablaban al oído, en esas horas mirando de reojo, en esa noche que nunca debió terminar… hoy más que nunca entiendo que nunca debió empezar.
Escena de la película chilena Que pena tu vida / ¡Así que, borrémonos de todo!
El celular timbra suena una y otra vez, el sonido es creciente y se vuelve casi estrepitoso. Sin abrir los ojos, me deslizo entre las sábanas de arriba abajo, de derecha a izquierda, buscando el bendito aparato que no deja de sonar. Cuando por fin lo tengo en mis manos no timbra más, abro un ojo y trato de ver que quien se trata, no lo logro y no hago el esfuerzo de intentarlo otra vez.
Me quedo tendida en la mitad de la cama, jalo las colchas que cayeron y me envuelvo en ellas, acomodo la almohada y me concentro para volver a soñar.
Vuelve a sonar la misma canción en (ocasiones normales me hace bailar, pero hoy la odio). ¡Bien!, esta vez tengo el celular en la mano.
-¿Quién es?
-Hola linda. ¿Cómo has estado? ¿Qué haces?
La voz me parece familiar, abro un ojo y veo un número conocido (que he borrado tantas veces de la agenda y otras tantas lo he vuelto a grabar). Es él, es otra vez él, como siempre, de la misma forma, a la misma hora.
-La gente decente duerme a esta hora – le digo con sarcasmo.
-Debe ser que me gusta ser indecente – responde en tono más sarcástico aún
-Oye, ¿no quieres verme algún día?
-Si claro. El fin de semana puede ser - respondo
- Y… ¿no quieres verme hoy?
-Son casi las 3, no es buena idea
Antes de terminar la frase, volteo hacia el otro lado de la cama, como preparándome para bajar. Sabía que insistiría, era casi un juego secreto. El insistía una vez, yo me negaba otra, volvía a insistir, yo me volvía a negar, y a la tercera, siempre a la tercera, finalmente decía que si.
-Ok linda, otro día entonces. Y cuéntame ¿cómo te ha ido?, ¿estás bien?
Confieso que no esperaba esa respuesta, el hombre más insistente de la ciudad había aceptado de manera muy normal que la chica le dijera que no. No le di más vueltas al asunto y retomé la conversación.
Hablamos de muchas cosas esa madrugada, dijo que quería verme, que me extrañaba, dijo que sería al día siguiente y que llamaría. Planeamos el día juntos.
Debo aclarar que no creí en nada de lo que decía, normalmente le recordaba que no era necesario mentir o maquillar la salida para hacer menos evidente el final. Pero debo aceptar que a esa altura del partido ya no me resistía a jugar con él, hasta me parecía interesante entrar al juego y planear el siguiente día juntos.
La llamada terminó luego varios minutos. Me quedé mirando al techo y las estrellitas fluorescentes que pegué hace algunos años, las contemplé una y otra vez. Conté ovejas, tantas como pude, para poder volver a dormir. Nada resultó esta vez.
Había regresado esa extraña sensación de los fines de semana durante los últimos cuatro meses, era una mezcla de necesidad de verlo y necesidad de olvidarlo.
El teléfono volvió a sonar, contesté por inercia, creo que fue mecánico. Era otra vez el, decía que no podía dormir, que por alguna razón pensaba mucho en mí, que me extrañaba y quería verme pronto. Dijo además que quería estar a mi lado, que quería una relación conmigo, que me deseaba más aún.
Escuché como de constumbre, ironicé cada frase, le pedí que no mintiera más, recalqué una y otra vez que no era necesario decir todo eso, que así como estábamos era mejor y que así debía seguir.
Fueron tantas cosas las que dijo, que sin darme cuenta, de pronto ya no parecía tan falso y hasta me sonaba a verdad.
Ese día le abrí mi corazón, lo abrí completamente, terminé diciéndole que también yo lo quería, que lo extrañaba de igual forma, que quería verlo, que lo necesitaba, le confesé mis miedos y le pedí una vez más que no mintiera.
-Piénsalo, no descartes la posibilidad ¡promételo!... Y yo lo prometí.
Al día siguiente, desapareció como siempre y yo no haría nada para saber que pasaba.
Durante los siguientes días, pensé mucho en lo que había pasado y concentré mi análisis en las relaciones y el amor. ¿Cómo era posible que un hombre y una mujer se entiendan por tanto tiempo y de modo tan natural e intenso, pero fuera imposible una relación de otro tipo?, ¿por qué la comunicación no fluía de la misma manera en otros aspectos de nuestras vidas? ¿por qué sentía que era el hombre más mentiroso del mundo y sin embargo nuestros cuerpos eran totalmente sinceros cuando estaban juntos? ¿por qué hablaba de amor si nuestra relación no exigía eso? ¿por qué siempre se iba y volvía un tiempo después para complicar todo otra vez?.
La respuesta parecía simple para todos, menos para mí. Quienes sabían de mis complicaciones sentimentales decían que quizás debería ser menos fatalista y desconfiada. ¡Te saboteas solita! solían decir. Yo pensaba en cambio, que había diferencias irreconciliables que jamás permitirían pensar en oportunidades. Mi silencio no se entendía con su necesidad de hablar (aunque fueran puras mentiras). Mi necesidad de amor no iba con su necesidad de pasión. Mis confusiones evidentes no iban con su seguridad fingida.
Debo admitir que nunca antes había estado en una situación como esa, nunca de modo tan explícito. En algunas ocasiones llegue hasta aceptar que era posible disfrutar del sexo sin necesidad de sentir culpa porque el tipo con el que amaneces no es tu novio, o por no existe la mínima posibilidad de en algún futuro lo sea. Solo son dos cuerpos que se gustan y se entienden, que no esperan nada más de aquello, que nada más esperan que aquello dure lo que tenga que durar.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo estaba convencida de que el sexo en vez del amor no funciona. Había probado eso y terminó siendo un total fracaso, principalmente emocional. Siempre al fin y al cabo, en lugar de llenar ese espacio que quedó vacío por el amor o por el desamor, terminaba peor, entendiendo que una buena noche de placer no hacia olvidar sino recordar con más fuerza, que te restregaba en la cara que deseabas que hubiera sido con el tipo que alguna vez destrozó tu corazón y que aún así amabas todavía.
En cualquiera de las dos situaciones, sabía que - a parte de el- no existía otra persona sobre la faz de la tierra (si existía en realidad, pero no era posible ya) con la que quisiera pasar un rato, recibir -y dar- un poco de cariño, ternura y claro una muy buena dosis de pasión.
Fue en ese recibir y dar cariño que terminé subida en esa montaña rusa, bajando y subiendo una y otra vez, creyendo en él y aceptando que mentía.
Creo que nunca pude seguir el ritmo de esa carrera, de algún modo sabia que yo iba perder, sabía que terminaría peor que antes.
No estaba bien querer y no querer, creer y no creer, pero sobre todo no estaba bien esperar más de lo que debía. En el fondo ya no me conformaba con que me quisieran en ciertos días y determinadas horas, empezaba a querer más, evidentemente más de lo que podía tener.
Lo vi por última vez una mañana de otoño. No pude evitar besarlo al despedirme y decirle al oído un te quiero – que ojalá no haya escuchado-.
Nuestra despedida fue sincronizada y en silencio, nunca dijimos adiós, solo dejamos de vernos. Él, fiel a su estilo dio el primer paso, continué yo con lo creí debía hacer para sacarlo de mi vida.
A veces me pregunto como estará, que habrá sido del chico de sonrisa amplia, de mirada profunda y misteriosa, que parecía siempre tener la respuesta exacta, que aguantaba mis malos momentos y que siempre, al final, terminaba haciéndome sonreir.
Yo creo (o quiero creer) que se alejó para no lastimar, para no herir a la gente que amaba. Quiero creer que también lo hizo por mí, ¡sí! creo que también debió hacerlo por mí.
El dilema del erizo: Cuanto más cercana sea la relación entre dos seres, más probable será que se puedan hacer daño el uno al otro. Si se acercan demasiado, las púas de cada uno dañarán al otro. No hay intencionalidad en el daño, aunque sí, esta situación determina sus hábitos sociales, y les relega a cierto grado de soledad y vida independiente.
¿Quién no ha hecho el ridículo aunque sea una vez en la vida?, una escena dramática entre patética y absurda, o triste y cómica a la vez. Todos, (o casi todos) tenemos en la memoria alguna escena de esas que no se la sabe nadie, hasta que te enteras que algo parecido que pasó a tu mejor amigo (a) y solo ahí tienes el valor de admitir que también tú lo hiciste por error.
La parte divertida es que, es en esos momentos en que sientes que te hubieran arrancado el corazón del pecho y no te quedara más aire por respirar, en que la gente te dice cosas como:
- No te preocupes, va pasar.
- El / Ella no era lo suficientemente bueno para ti.
- Sigue adelante (con un forzado ¡tú puedes!)
- Eras demasiado buena para él / ella.
De hecho, no te ha quedado más que fingir una leve sonrisa y decir convincentemente ¡Sí, tienes razón!
Recientemente he descubierto que me paso gran parte del tiempo recordando cada una de esas escenas (que por cierto han sido diversas) y disfruto analizando mi pasado, tratando de entenderlo y de corregir mentalmente mis errores. Borro y reescribo en mi mente como debió ser, cual guión de novela personal.
Aunque no parece saludable, me ha resultado de gran ayuda analizar cuadro por cuadro cada capítulo de mi vida y pensar en lo que debí haber hecho o dicho, en lo que debí callar o gritar. Y entonces, la culpa infaltable cuando miras el pasado, parece hacer de ese momento un inexplicable pero reconfortante momento digno de fotografiar.
Este ejercicio puede sonar algo fetiche, pero me ha permitido reconocer errores, arrepentirme de bochornos pasados y sobre todo me permite jurar y rejurar por todos los santos -y los no tan santos- que nunca más lo volveré hacer.
Me arrepiento por ejemplo, de haber callado tantos ‘te quiero’ reales y de haberlos dicho tan repetida e indiscriminadamente, cuando en realidad no los sentía.
Me arrepiento de haber intentado ser la chica perfecta para el chico imperfecto, me arrepiento de los chistes malos que no hice y por no reir a carcajadas cuando debí hacerlo. Desde luego, me arrepiento de haber perdonado mentiras, y claro, de haberlas dicho con tanta frecuencia.
Me arrepiento de haber pedido flores en vez de libros, me arrepiento de haber regalado mis libros en vez de tarjetas, de haber escrito cartas - más de lo necesario-.
Me arrepiento de aquel cumpleaños infeliz esperando por tí, me arrepiento de haber nadado contracorriente y haber quedado tan maltratada después.
Y es que, si lo pienso mejor, hay mucho de que arrepentirme todavía. Seguramente seguiré pensando que fui una completa estúpida por haber hecho o no alguna cosa, diré otra vez ¡nunca más!, y ahí estaré tiempo después, arrepintiéndome de los mismos errores, en un lugar distinto, en una circunstancia distinta, con una persona diferente.
Dicen que arrepentirse está mal, pero para mí suele ser una limpia periódica del alma, aunque eso signifique que vaya por la vida equivocándome una y otra vez.
A propósito de leer a Renato Cisneros y su último post sobre las grandes ventajas de no tener novia, es justo y necesario añadir cuáles son las muchas ventajas que también tenemos nosotras al no tener novio.
El no tener novio te permite ser todo lo impuntual que quieras ser, sin tener que maquinar excusas por llegar tarde a una cita -Que si había tráfico, que si el carro se malogró, que si una turba de manifestantes bloqueó la carretera-. En la cómoda situación de estar sin novio, no hay porque explicar que andabas probándote cuanto vestido bonito había en el closet, porque no decidías si te iba bien los rulos o el cabello lizo, porque cinco minutos antes de salir empezó tu serie favorita y debías ver por lo menos el inicio o porque simplemente te dio la reverenda gana de llamar a tu mejor amiga para que te contara las novedades del día.
Cuando uno está sin novio (como yo), puede hacer y deshacer su vida sin complicaciones, ¿quieres pasar la tarde de shoping?, ¿quieres ir a la peluquería y pasar horas allí?, ¿quieres escuchar música recontra cursi?, ¿quieres el control remoto para tí?, ¿quieres hacer zapping todo el tiempo y detenerte cuando quieras en TV y Novelas?, ¿quieres comer demasiado o no comer absolutamente nada? ¿quieres cantar, gritar, callar? o simplemente quieres ponerte la pijama más holgada que tengas, tus medias de lana favorita y zambullirte en tu camita a ver alguna película de "chicas" y llorar, sí llorar, cuantas veces quieras, en el momento que quieras.
Así que ¡Hazlo nomás!, sin culpas ni remordimientos. Hazlo porque no tendrás a alguien llamando quinientas mil veces para recordarte que está esperando hace media hora en la puerta de tu casa. Hazlo que no verás esa mirada de Kill Bill nunca más.
Recuerda que cuando estás sin novio puedes salir las veces que quieras con tus amigas (incluso las de la lista negra), ponerte ese polo escotado que tanto te gusta y claro, puedes mirar a todos los chicos lindos que desees.
Así que ¡hagámoslo!, hasta que el corazón empiece a quejarse, hasta que se sienta insatisfecho, hasta que no nos llene más, hasta añorar la asfixia, hasta cansarnos y como buen ser humano empezar la búsqueda de un nuevo amor.
El monólogo de La Agrado. ¡Ojalá y pudiéramos sentirnos auténticas también¡.