El celular timbra suena una y otra vez, el sonido es creciente y se vuelve casi estrepitoso. Sin abrir los ojos, me deslizo entre las sábanas de arriba abajo, de derecha a izquierda, buscando el bendito aparato que no deja de sonar. Cuando por fin lo tengo en mis manos no timbra más, abro un ojo y trato de ver que quien se trata, no lo logro y no hago el esfuerzo de intentarlo otra vez.
Me quedo tendida en la mitad de la cama, jalo las colchas que cayeron y me envuelvo en ellas, acomodo la almohada y me concentro para volver a soñar.
Vuelve a sonar la misma canción en (ocasiones normales me hace bailar, pero hoy la odio).
¡Bien!, esta vez tengo el celular en la mano.
¡Bien!, esta vez tengo el celular en la mano.
- ¿Quién es?
- Hola linda. ¿Cómo has estado? ¿Qué haces?
La voz me parece familiar, abro un ojo y veo un número conocido (que he borrado tantas veces de la agenda y otras tantas lo he vuelto a grabar). Es él, es otra vez él, como siempre, de la misma forma, a la misma hora.
- La gente decente duerme a esta hora – le digo con sarcasmo.
- Debe ser que me gusta ser indecente – responde en tono más sarcástico aún
- Oye, ¿no quieres verme algún día?
- Si claro. El fin de semana puede ser - respondo
- Y… ¿no quieres verme hoy?
- Son casi las 3, no es buena idea
Antes de terminar la frase, volteo hacia el otro lado de la cama, como preparándome para bajar. Sabía que insistiría, era casi un juego secreto. El insistía una vez, yo me negaba otra, volvía a insistir, yo me volvía a negar, y a la tercera, siempre a la tercera, finalmente decía que si.
- Ok linda, otro día entonces. Y cuéntame ¿cómo te ha ido?, ¿estás bien?
Confieso que no esperaba esa respuesta, el hombre más insistente de la ciudad había aceptado de manera muy normal que la chica le dijera que no. No le di más vueltas al asunto y retomé la conversación.
Hablamos de muchas cosas esa madrugada, dijo que quería verme, que me extrañaba, dijo que sería al día siguiente y que llamaría. Planeamos el día juntos.
Debo aclarar que no creí en nada de lo que decía, normalmente le recordaba que no era necesario mentir o maquillar la salida para hacer menos evidente el final. Pero debo aceptar que a esa altura del partido ya no me resistía a jugar con él, hasta me parecía interesante entrar al juego y planear el siguiente día juntos.
La llamada terminó luego varios minutos. Me quedé mirando al techo y las estrellitas fluorescentes que pegué hace algunos años, las contemplé una y otra vez. Conté ovejas, tantas como pude, para poder volver a dormir. Nada resultó esta vez.
Había regresado esa extraña sensación de los fines de semana durante los últimos cuatro meses, era una mezcla de necesidad de verlo y necesidad de olvidarlo.
El teléfono volvió a sonar, contesté por inercia, creo que fue mecánico. Era otra vez el, decía que no podía dormir, que por alguna razón pensaba mucho en mí, que me extrañaba y quería verme pronto. Dijo además que quería estar a mi lado, que quería una relación conmigo, que me deseaba más aún.
Escuché como de constumbre, ironicé cada frase, le pedí que no mintiera más, recalqué una y otra vez que no era necesario decir todo eso, que así como estábamos era mejor y que así debía seguir.
Fueron tantas cosas las que dijo, que sin darme cuenta, de pronto ya no parecía tan falso y hasta me sonaba a verdad.
Ese día le abrí mi corazón, lo abrí completamente, terminé diciéndole que también yo lo quería, que lo extrañaba de igual forma, que quería verlo, que lo necesitaba, le confesé mis miedos y le pedí una vez más que no mintiera.
-Piénsalo, no descartes la posibilidad ¡promételo!... Y yo lo prometí.
Al día siguiente, desapareció como siempre y yo no haría nada para saber que pasaba.
Durante los siguientes días, pensé mucho en lo que había pasado y concentré mi análisis en las relaciones y el amor. ¿Cómo era posible que un hombre y una mujer se entiendan por tanto tiempo y de modo tan natural e intenso, pero fuera imposible una relación de otro tipo?, ¿por qué la comunicación no fluía de la misma manera en otros aspectos de nuestras vidas? ¿por qué sentía que era el hombre más mentiroso del mundo y sin embargo nuestros cuerpos eran totalmente sinceros cuando estaban juntos? ¿por qué hablaba de amor si nuestra relación no exigía eso? ¿por qué siempre se iba y volvía un tiempo después para complicar todo otra vez?.
La respuesta parecía simple para todos, menos para mí. Quienes sabían de mis complicaciones sentimentales decían que quizás debería ser menos fatalista y desconfiada. ¡Te saboteas solita! solían decir. Yo pensaba en cambio, que había diferencias irreconciliables que jamás permitirían pensar en oportunidades. Mi silencio no se entendía con su necesidad de hablar (aunque fueran puras mentiras). Mi necesidad de amor no iba con su necesidad de pasión. Mis confusiones evidentes no iban con su seguridad fingida.
Debo admitir que nunca antes había estado en una situación como esa, nunca de modo tan explícito. En algunas ocasiones llegue hasta aceptar que era posible disfrutar del sexo sin necesidad de sentir culpa porque el tipo con el que amaneces no es tu novio, o por no existe la mínima posibilidad de en algún futuro lo sea. Solo son dos cuerpos que se gustan y se entienden, que no esperan nada más de aquello, que nada más esperan que aquello dure lo que tenga que durar.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo estaba convencida de que el sexo en vez del amor no funciona. Había probado eso y terminó siendo un total fracaso, principalmente emocional. Siempre al fin y al cabo, en lugar de llenar ese espacio que quedó vacío por el amor o por el desamor, terminaba peor, entendiendo que una buena noche de placer no hacia olvidar sino recordar con más fuerza, que te restregaba en la cara que deseabas que hubiera sido con el tipo que alguna vez destrozó tu corazón y que aún así amabas todavía.
En cualquiera de las dos situaciones, sabía que - a parte de el- no existía otra persona sobre la faz de la tierra (si existía en realidad, pero no era posible ya) con la que quisiera pasar un rato, recibir -y dar- un poco de cariño, ternura y claro una muy buena dosis de pasión.
Fue en ese recibir y dar cariño que terminé subida en esa montaña rusa, bajando y subiendo una y otra vez, creyendo en él y aceptando que mentía.
Creo que nunca pude seguir el ritmo de esa carrera, de algún modo sabia que yo iba perder, sabía que terminaría peor que antes.
No estaba bien querer y no querer, creer y no creer, pero sobre todo no estaba bien esperar más de lo que debía. En el fondo ya no me conformaba con que me quisieran en ciertos días y determinadas horas, empezaba a querer más, evidentemente más de lo que podía tener.
Lo vi por última vez una mañana de otoño. No pude evitar besarlo al despedirme y decirle al oído un te quiero – que ojalá no haya escuchado-.
Nuestra despedida fue sincronizada y en silencio, nunca dijimos adiós, solo dejamos de vernos. Él, fiel a su estilo dio el primer paso, continué yo con lo creí debía hacer para sacarlo de mi vida.
A veces me pregunto como estará, que habrá sido del chico de sonrisa amplia, de mirada profunda y misteriosa, que parecía siempre tener la respuesta exacta, que aguantaba mis malos momentos y que siempre, al final, terminaba haciéndome sonreir.
Yo creo (o quiero creer) que se alejó para no lastimar, para no herir a la gente que amaba. Quiero creer que también lo hizo por mí, ¡sí! creo que también debió hacerlo por mí.
El dilema del erizo:
Cuanto más cercana sea la relación entre dos seres, más probable será que se puedan hacer daño el uno al otro. Si se acercan demasiado, las púas de cada uno dañarán al otro.
No hay intencionalidad en el daño, aunque sí, esta situación determina sus hábitos sociales, y les relega a cierto grado de soledad y vida independiente.
Cuanto más cercana sea la relación entre dos seres, más probable será que se puedan hacer daño el uno al otro. Si se acercan demasiado, las púas de cada uno dañarán al otro.
No hay intencionalidad en el daño, aunque sí, esta situación determina sus hábitos sociales, y les relega a cierto grado de soledad y vida independiente.
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